Para la “poesía del pensamiento” (empleo a propósito la denominación que entre otros ha usado Santiago Sylvester), la belleza es un concepto no desfondado. Un dato de la realidad. Me refiero a que si bien en esta tesitura poética mucho viene examinado, no obstante, hay un límite y la rosa sigue siendo sin por qué; la belleza está dispersa o cambia de lugar, como en este poema:
Naranjas
La belleza cambia
continuamente de lugar: en esto reside el
secreto de las naranjas, que concentran
toda la
luz dispersa de la cocina,
y el de la luz que reposa en las naranjas,
donde por fin tiene algo que decir.
En esto reside el pronombre
personal que soy sin darme
cuenta,
porque soy el que junta todo
de un vistazo:
manía de ver lo que está allí, de querer
verlo,
espiando unas naranjas para entender la
belleza
de
una tarde que, cuando esto ocurre, ya
no
existe.
En esto reside el secreto
para entender lo que (por
ejemplo, naranjas)
no se queda quieto dentro de uno.
El poema integra el libro Escenarios
(Verbum, Madrid, 1993), título que ancla, como mucha de la imaginación poética
del autor, en el espacio. Esta situación
de su poesía es la que me llama la atención, como si fuera realmente el caso
que se interroga en el conjunto de los poemas. Claramente el escenario convoca otros
significados, entre los que destaca es desdoblamiento. Tópico barroco por
antonomasia, se abre (y la poesía así lo confirma) a la postulación de la
incertidumbre, al de la distancia del observador y a la interrogación cautelosa
y a tientas del yo, preocupado por el tiempo.
Todos estos elementos están concentrados en el poema transcripto, que en la
mitad del libro (en el centro del escenario) apunta de manera oblicua y como
quien no quiere la cosa, los límites del escepticismo.
Reviso otros poemas y advierto cierta familiaridad con Girri, Giannuzzi,
(más débil, Vallejo), un aire de familia, una búsqueda emprendida con
herramientas lingüísticas que se ordenan en esta tradición de la poesía. Por
eso, la belleza de las naranjas se da en el ámbito coloquial de la cocina y hay
un ojo que espía y una dicción distendida, que encuentra en lo prosaico una vía
de no falsificación retórica.
Leo algunos ensayos de Sylvester sobre la poesía y encuentro varias
referencias a Macedonio Fernández. Reviso y sí, también se lo oye. Ni que decir
que un poco más allá (o más acá, no sé) está la intuición de Borges de que la
belleza (como la felicidad) es frecuente… Así pues, se construye una poética,
pienso, con sus propias notas de identidad. Porque, en efecto, estas no son las
naranjas ni la cocina de Giannuzzi. Si lo fueran, quizás las naranjas estarían
en proceso de putrefacción, en el ápice de una belleza a punto de desplomarse
irremediablemente en el vacío. Y la cocina sería el ámbito de resonancia de utensilios
que libran una guerra atronadora, pero inaudible para los oídos habituados a la
música destemplada de la modernidad. Por eso, en la poesía de Giannuzzi hay
ritmo, porque hay tiempo; mientras que aquí predomina el espacio, y el tiempo
se ha detenido casi por completo. Digo esto para ejemplificar cómo se abre paso
lo propio en la poesía de Sylvester y cómo también hay artificio, la construcción
de un objeto poético coherente (selección, trabajo, etc.)
La poesía del pensamiento no constituye un estilo (por decirlo de algún
modo) reivindicado como tendencia de la poesía argentina de los 90 o de la
primera década del nuevo siglo. Si Giannuzzi ha encontrado un casillero, ha
sido dentro del objetivismo. Sin embargo, la veta reflexiva de su poesía es una
de las más llamativas. Tampoco es que hayan escaseado otras
manifestaciones de este tipo, quiero
decir, una exploración poética de la realidad que metaboliza y decanta en clave
metafórica la interrogación por el lenguaje y el sujeto propia de la filosofía;
que se vale de los conceptos y de la retórica asentada en lo conceptual para
horadar a los unos y a la otra.
Creo que si se prestara atención a esta veta, podríamos no solo enriquecer
nuestra comprensión de las tensiones formativas de la poesía argentina, sino
nuestra propia experiencia de la realidad, que inevitablemente se hace también
con las palabras.
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