"Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo..."
Mastronardi relata en Borges,
(2007, Buenos Aires, Academia Argentina de Letras) que este:
“…para medir el nivel de su interlocutor y
situar la conversación en un ámbito adecuado a las circunstacias, suele
practicar pequeñas experiencias indagatorias. En esos momentos, procede como
quien lanza una sonda a la ignorada profundidad del mar. De manera discreta,
deja dos o tres preguntas que son otros tantos test. Pero esas preguntas suponen o arrastran consigo juicios
voluntariamente erróneos: propone una equivocación y se mantiene a la
expectativa para saber si quien dialoga con él es capaz de advertirla. Inicia
estas mínimas exploraciones con gran naturalidad, aparentemente llevado por los
vaivenes y azares de la desprevenida charla. Raras veces su interlocutor
percibe que lo someten a una prueba y en no pocas ocasiones queda perplejo o,
simplemente, cae en la emboscada de que no pudo salvarlo su precaria versación.
Su propia ignorancia, no Borges, lo coloca en este trance. Por lo demás, nunca
es objeto de reconvención ni de censura, ya que no se trata de confundirlo sino
de conocerlo. La conversación corre pues como si nada ocurriera. Se habla de
grandes navegantes, tanto históricos como legendarios, y alguien menciona a
Palinuro.
Ah, sí… -dice
Borges- el piloto de Ulises.
Y calla en espera de la
respuesta.
Pasa con algunos amigos por
una calle próxima al ruinoso Mercado de Abasto, y al ver una larga fila de
carros, -los camiones no abundan todavía- comenta festivamente.
¡Cuánto
Atila!
Y queda expectante para
apreciar la mayo o menor receptividad del otro. Nos hallamos ante un juego que
asume las más diversas formas. Cierta vez transmite esta noticia a un aficionado
a las letras clásicas:
Parece que en
un monasterio alemás descubrieron la preciosa y buscada Antología de sonetos latinos.
El destinatario de esta
información habría contestado:
¡Qué
interesante! ¡Ojalá se traduzca al castellano!
Cierta noche
se habla de muelles, puentes y acueductos antiguos. La conversación abunda en
lugares famosos: Megara, Samos, Mileto, Agrigento. Asimismo, se menciona al
remoto arquitecto Eupalinos, lo que permite a Borges afirmar que la inventiva
de este hombre se debe, quizás, a la construcción del laberinto de Creta.
Experto en “atribuciones erróneas”, también deja entender ante un interlocutor
con prestigio de erudito, que Hecateo fue el cantor de las guerras púnicas. Cuando
formula esta proposiciones adopta un tono meditativo, como si no pidiera otra
cosa que claridad y certeza…”
Por su parte en la entrada del
martes, 13 de diciembre de 1977 de los diarios de Bioy (Borges, 2006, ed. Destino, Buenos Aires) se registra que Borges
habla de sus amigos y que dice de Mastronardi:
“una estratagema de Mastronardi consistía en pasarse
unos días estudiando a fondo un tema y después, como por casualidad, empezar a
preguntarle a uno: “Vos no creés que…” o: ¿Cómo fue lo de…?. Examinaba a sus
amigos, había algo de mezquino en Mastronardi. María Esther [Vázquez] sabe que
dejó un libro para que se publique cincuenta años después de su muerte. Ahí se
acordará de todos nosotros. Creo que murió en el asilo de ancianos de la
Recoleta”.
Para no caer en el lugar común de “el otro, el mismo”, podemos pensar
que Borges ya ha olvidado que era él quién hacia esos juegos o bien, que
Mastronardi le atribuye a Borges algo que a él le gustaba hacer. Cualquiera
puede falsear o sufrir que el tiempo falsee los recuerdos.
Lo que particularmente me llama
la atención es la disparidad en el afecto que trasluce uno y otro comentario. El
perfil de Borges que bosqueja Mastronardi en sus notas es cordial. Lo admira
serenamente y lo aprecia: lo presenta sobrio, bondadoso, caballero, lúcido;
capaz de una originalidad magistral al mismo tiempo que sensible a otras
personas cuya vida e intereses están muy distantes de los círculos en los que
habitualmente se movía. Cuando cita textualmente alguna bufonada, ironía o
juicio adverso de Borges hacia los otros, lo enmarca de modo tal que pule las
aristas belicosas: “…festivamente, Borges, acotó”…
En cambio Borges habla aquí mal
de Mastronardi, las dos anécdotas iniciales que refiere terminan con el juicio “había
algo de mezquino en Mastronardi” y cierra con el desafectado comentario referido
a su muerte.
Es raro, pienso. Uno lee lo que en
1975 dijo Borges sobre su compañero de caminatas e interlocutor literario, a
quien llama “amigo” y encuentra un tono completamente diferente: “Yo siempre lo
he sentido muy cerca. Quizás nunca lo sentí más cerca que durante mis años de
Texas en New England. Ahí lo sentía muy cerca a Mastronardi, y siempre lo he sentido;
y en este momento en que no sé si está cerca físicamente o no, sigo sintiéndolo”.
So objetará que uno puede ser
amigo de alguien a quien considera mezquino. Es cierto. Pero lo que no suena no
son las palabras, sino el tono. Y el tono desafectado es el que surge del
diario de Bioy. Es Bioy el intérprete de la partitura, el que pulsa (si no es
que termina alterando) lo que Borges pudo haber dicho. La música que suena a lo
largo de todo el libro de Bioy es una música fría y desapasionada en la
recolección de dichos, ironías, juicios sobre amigos, familiares, personajes
del mundo de la cultura, la política y la sociedad. Todos suenan mayormente
criticones e irónicamente despectivos. En la balanza, las apreciaciones
positivas pesan mucho menos que las negativas. Allí es donde pone el énfasis o,
en todo caso, hay un registro que se complace en dar un espacio importante a
este aspecto. Nos presenta las relaciones de Borges distantes, en algunas
ocasiones hasta groseras; y si bien uno puede imaginar que en cualquier vida
hay esos tonos grises que se expresan justamente en la intimidad o en la
cotidianeidad, lo que me llama la atención es la insistencia. Borges en la
versión de Bioy es un triste egoísta.
Tenemos pues dos libros titulados
Borges, cada uno escrito por un amigo
muy próximo, libros que a su modo retratan al hombre que fue Borges.
Fatalmente, lo que a mi juicio resulta retratado son sus respectivos autores.
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