“Aquí
no hay cosas quietas.” (“Los mutantes” en La ecuación y la gracia)
La poesía de
Inés Araoz es vasta por su extensión, vigorosa por la solidez de su lenguaje,
honda por la alusión a ese algo que se sustrae a los nombres y resistente a una
descripción que le haga justicia. De ella, dice Osvaldo Aguirre en el “Epílogo”
a la Obra reunida. En la casa Barco[1]:
“Entre La ecuación
y la gracia (1971) y Al final del
muelle (2016) Inés Araoz publicó catorce libros de poesía[2] y uno de traducciones. Es difícil encontrar en la
literatura argentina contemporánea una producción de estas dimensiones y
características. Reunir el conjunto en un volumen permite apreciar procesos y
transformaciones difíciles de comprender en la lectura aislada de un libro y
situarlo en la mejor tradición de la poesía argentina, la de los escritores que
se entregan a grandes obras sin responder a otras exigencias que las que
plantea el mismo trabajo, indiferentes a los equívocos de los reconocimientos y
las valoraciones críticas…”
En efecto, tal
como dice el poeta-crítico, su poesía circula silenciosa, a pesar de las
importantes distinciones recibidas, y también es cierto que esta publicación
permite al lector recorrer un camino de búsqueda que se ramifica en la
exploración de distintas sendas. Yo seguiré una de ellas, que es la que me
tienta y me invita. Implica justamente el movimiento, que es una de las líneas
vivamente presente a lo largo de toda la obra.
Hacer poesía
“-Sé
muy bien que no es bastante decir naturaleza o vida. O silencio, eso en que uno
piensa cuando dice silencio, esa blandura en que se pierden los límites // Sé
que es menester construir. Y entonces se ha de saber antes cómo volear la
cuchara al vacío, cómo cantar sin cuerdas” (Haré del
silencio mi corona)
Ría (1988) está llena de preguntas, de “quizás”,
de negaciones, de afirmaciones que son más bien precisiones, el producto de la
revisión o de la necesidad de calibrar, y todo ello pareciera dar cuenta de avances
y retrocesos que interpelan, no al quehacer poético como un cuerpo objetivable,
sino a sí misma, a la totalidad de la existencia como un cuerpo de palabras. Esta
obra es la tercera de una serie que se inicia con Mikrokosmos (1985), momento de inflexión tanto de la vida personal
de la autora como de su poesía. Aquí se inventa un personaje no situado: Ría,
una proyección o alter ego, niña en su vulnerabilidad, en su carencia. Madura
por el tipo de preguntas y el carácter de los balances ínfimos que expresa. El
libro comienza en prosa aludiendo a la pesadez del lenguaje, como una realidad
física que agobia “EL LENGUAJE ME ESTA MATANDO”, dice o más bien grita Ría, y a
continuación leemos “El primer poema”:
El
gesto simple
de
poner la piedra
en
la apacheta.
Ese gesto simple
alude no solo al viaje que se inicia, sino también a la ofrenda. Una cosa no es
más importante que la otra. Se deja una piedra en la apacheta al iniciar un
camino y se lo hace ofrendando, es decir poniendo algo –en este caso una piedra,
como la del lenguaje, que deja de ser lo que es y se convierte en otra cosa, en
símbolo- y, a la vez, confiándose a alguien. Si en La Ecuación y la gracia la propuesta poética era enhebrar una
diversidad multiforme, encandilante, en que las contigüidades metafóricas y las
palabras imantándose unas a otras se mimetizaban con la deslumbrante
contigüidad del mundo, aquí se formula la posibilidad de un nuevo comienzo, más
parco, más acotado que encuentra expresión metapoética en dos textos sucesivos
que llevan el mismo nombre:
El misterio de la palabra y del origen del
mundo
Posar
la mirada sobre el extendido plumón del
alba.
Y el ojo rojo nos envuelve en su
vuelo
inmóvil.
A continuación:
El misterio de la palabra y del origen del
mundo
Posar la mirada sobre el extendido
plumón del alba. Y el ojo rojo nos envuelve en su vuelo inmóvil.
La secuencia
nos lleva a prestar atención a cada aspecto de los poemas, casi idénticos, pero
diferentes. Lo que ha cambiado es el registro. La pausa entre la primera y
segunda oración, señalada en el primer texto con la separación estrófica, se
convierte en el segundo en un punto y seguido. La diferencia conceptual entre
poesía y prosa forma parte de la construcción de sentido, incluso cuando (o
porque) la diferencia no es neta. El título cobra mayor relevancia al aparecer
por segunda vez, con su notable ambigüedad: ¿son dos misterios o el primero, el
de la palabra, da lugar a mundos diferentes, según sea una u otra la dicción?
Mi lectura se inclina inmediatamente por advertir que la segunda variación va
sin afeites, es más llana y es una especie de corrección del primer ensayo que
opta por una mayor desnudez. En cualquier caso hay que reparar en que estamos
frente a una poética que se interroga a sí misma, que es hiper consciente del
nexo entre la indefinible realidad y su extroversión en palabras.
Despojarse de
lo que sobra, quedarse con lo necesario es lo que explícitamente se dice en Echazón y otros poemas. El duelo así lo
requiere. Tanto Ría como los dos
libros anteriores, Mikrokosmos (1985)
y Los intersticiales (1986) son
intentos de nuevos comienzos, y Viaje de
invierno (1990) desanda ya otro camino que es la memoria.
Crear un orden
“El poema es una de las tantas varas para medir el mundo.” (”Siempre habrá aprendices sobre la tierra” en Ría)
Crear un orden
es una de las posibilidades cuando lo que nos rodea o lo que sucede excede la
capacidad de comprensión, pero se necesita comprender. En la literatura de Inés
Aráoz el impulso está dado por este exceso. Encuentra distintas figuras para
organizar la experiencia y fijarla (captarla) en un ser móvil que la retrotraen
al carozo de su sentido, a un símbolo que concentra significados a la vez que
los proyecta dispersándolos. La manera de poetizar de la autora restituye doblemente:
por un lado, capta en lo que se da fragmentariamente la señal de cierta unidad
o afinidad; por el otro lo suelta, lo devuelve al mundo proyectado e imaginado
en su carácter de vivo fragmento, de destello inapresable. La casa barco que es
una nave que es un templo:
“La casa lloraba. Lloraba como un pollo al que se le
ha quitado la madre.
El llorido del pollo joven pasma el corazón del humano
por lo lastimero. Pues era así el llanto de la casa que tantas veces había
comparado RIA con un templo. Un templo en una nave, naturalmente.
Porque ella sabía muy bien lo de los distintos
movimientos del planeta. Tanto la habían impresionado esos movimientos, sobre
todo el de la fuga, por lo de viajeros que teníamos, de un lado a otro, de un
punto a otro, extranjeros para nosotros mismos
(…)
Vino a ser la casa que lloraba. Y el llanto se
confundía a esas horas con el escandaloso tránsito de los pericotes por las palmas
gigantescas en busca de sus dulzones y carnosos frutos. (p. 258).”
La
materia autobiográfica se perfila con mayor amplitud en la prosa poética de la
autora que hace memoria, la cual se escribe tal como la realidad aparecía en
los primeros libros: una invasión de imágenes simultáneas que se espejan y que
se rozan irradiando un fulgor que la autora persigue y tematiza.
El
fuego es otra imagen altamente productiva y autorreferencial. Aparece asociada
al sujeto lírico y a sus representaciones, incluidas las reduplicaciones. En la
genealogía que traza en La comunidad (2006)
encuentro una síntesis que ejemplifica el sistema complejo de remisiones
significativas:
“…En la galería, mi padre (…) al oír el rumor de los
caballos sobre el puente que nadie más que yo puede ver, se acerca a su padre
para pedirle historias de caballos y otra y otra más y mi abuelo no pierde la
ocasión de explicarle a su negro que fogo
–Botafogo es el caballo- es fuego pero su negro al fuego lo siente en el medio del
pecho, como una premonición quizás (…) quitándole a su hija (a mí) el aliento…”
(p. 331)
En este marco
ordenador, la genealogía es otro procedimiento, presente desde los inicios
poéticos de la autora (“Las más antiguas generaciones han dotado mi memoria; y
ese gesto que me cubre es el gesto acumulado (…) / Ascendiendo, quede mi voz
incluida en la levedad y el canto del nacimiento.” “Una tierna superficie” en La Ecuación y la gracia). Se funda en el
descubrimiento o convicción que hace del completo orbe del lenguaje “historia
personal, memoria” (p. 342), sin que por ello en la poesía y en la prosa poética de la autora se corten los hilos que
atan una ínfima porción del universo con el resto. Justamente, el aliento
poderoso de su estilo no deja de perseguirlos incluso cuando se enmarañan:
Fuego, pasión, algo de locura, consunción.
Planos
Intrincada
red en verdad: Mozart, acanto libros…” (de “Blanco sobre blanco I” en Viaje de invierno)
Hay mucho
dicho (expuesto) en esta poesía, pero la abundancia es veladura, procedimiento
que aquí, al igual que en las artes plásticas, combina transparencia y
profundidad. ¿Cómo lo hace? Una manera es repartir el yo y la propia historia
en otros personajes. Pudoroso velo. Otra forma es la alusión; un concepto, un
nombre propio, una situación X remite a otra cosa. Así, la mención del mikrokosmos postula un macrokosmos (también a los estudios para
piano de Béla Bártok, pero eso se confirma varios libros después de Mikrokosmos). El sistema de alusiones tiende
a ramificarse y a hacer uso de una propiedad transitiva (Si A es igual a B, que
es igual a C, que es igual a H; entonces si se habla de H, se hace referencia
también a A…y a B y a C), por lo que una cierta ambigüedad, cuidada y metódica,
obliga al lector a tener presente todos los significados que han sido puestos
en juego y que gravitan en torno del poema o del texto en prosa. Así, Viaje de Invierno tiene como primer
referente un viaje a Buenos Aires y un encuentro con HF (el “amado”, el
compañero, el marino Jefe de máquinas, el viajero, el extranjero, el novelista,
el misterio), pero también el que termina con su muerte no menos que el que se
inicia para el sujeto poético y además el Winterreise de Schubert[3],
alusión a su vez al amor compartido por la música.
Hipotextos, hiponexos
“…porque
Gogol, a mi entender, es quien más sabe en su lengua, que el discurso quiere
hablar de lo que no se puede hablar, disposición amorosa (desde lo antes),
total, que roza el trazo de la pintura (y no hay un pulgar para estampar en las
orillas) y se eleva, evanescente y elíptica, hacia la música. Esto es, hacia el
silencio” (“Hablar de Gogol” en Al
final del muelle)
Muchos. No
solo los que provienen de la literatura, en particular de la poesía, sino
también fragmentos de cartas, diarios, novelas, poesía hecha música y la música
misma. Variedad no caótica sino precisamente ensamblada a la propia escritura.
La esfera de
referencias intertextuales de la autora se distingue por el deslizamiento del
centro de atención de nuestra cultura letrada (entiéndase la poesía argentina
tomada en bloque): tramos de la literatura rusa de mediados del siglo XIX
(Gogol, Fiodor Tyuchev, extraído del film de Tarkovsky, Stalker, de un Tarkovsky que en los años 80 solo veían un puñado de
cinéfilos en los cine-clubes), Wilhelm Müller y el Friedrich Rückert de los Kindertotenlieder de Mahler, por citar
los más evidentes. Los llamo hiponexos porque emergen desde el fondo de una
experiencia de lectura para atar la experiencia de vida a un sentido. Es el
lenguaje también en este caso el que obra, no susurrando –condición de la voz
del viento- sino como el murmullo de las corrientes subterráneas, que a veces
se hacen manantial.
Esto nos
lleva nuevamente a lo que fluye.
De la exclamación en tono mayor al silencio en
tono menor
“…basta un sí para verlo todo –es uno el corazón y el tiempo- pero decirlo, si acaso pudiera yo decirlo, y porque en la voz estoy, diré esto…” (“Alegría” en Al final del muelle)
“Oh
Menhires…” Así comienza una poesía de Ciudades.
Entonces, el canto, el verso henchido y de aliento largo. Luego la vida
revolucionándolo todo: los poemas y las prosas a partir de mediados de los 80.
No sabría situar a ciencia cierta con qué libro se inicia un tercer momento en
la obra de Inés, quizás porque es paulatino el aquietamiento de la memoria, de
la incertidumbre y del dolor. Pero es claro el giro hacia una poética más
despojada en sus últimos libros, junto a un cambio en el fraseo y en el repertorio
de imágenes que configuran su espacio poético. Me gustaría citar muchos poemas,
pero me contento con uno largo de Echazón
y otros poemas (2008), con sus mayúsculas iniciales en cada verso quebrando
los encabalgamientos y su falta de
puntuación y su fluir cierto:
Poema
De cuya navegación me ufano
En el secreto movimiento de sus células íntimas
Estática
Que construí con la pasión
De quien va a mostrar su primera obra
El techo de los pobres
El techo de los ricos
El de quien al fin agacha la cabeza
Y entra al mundo
Antes solo Sirio brillando algunas noches
Y en la que florecen los acantos al llegar octubre
Y entre sencillos actos repetidos día a día
Como enderezar los cuadros de un costado
O bien del otro
Los primeros de Diciervo que colgara entonces
Cuando con ojos de navegante miraba en lo alto
En las hojas de las palmeras
El leve balanceo de las paredes sin techumbre
Y me preguntaba cómo sellar
Ese último reducto de libertad
Que haría de mi casa un templo
Que apenas si ha cambiado su apariencia
Es verdad que los hexágonos del piso
Me traen ahora a la memoria
El cielo de las aguas que en el Mediterráneo bañan
Las playas de Tipazá
Es verdad que el adorable pájaro ptitza
Aletea de cuando en cuando entre estas paredes blancas
Siempre blancas
Desde la que me gusta contemplar a las tortugas
Devorando los capullos recién caídos de la rosa china
O el feroz combate de las grandes hormigas que luego
Por la noche
Roerán de a poco la pinotea del cielo raso
Los benteveos acuden en noviembre
A depositar su ofrenda de moras maduras
En esta misma casa me pregunto
En qué puerto estoy
¿Es posible que este pequeño barco con su tierra a cuestas
De lapachos y palmeras
Teros guardianes
Y la mirada entrañable de algunos perros
Haya navegado tanto que pueda yo decir
Un hijo tengo y no tengo un hijo?
Hacer la propia casa y navegar hacia lo alto
Y el corazón que arde
Girando
Girando
Girando
¿Cómo decir esta misma casa y el poema
Solo buscan la piqueta y el silencio evanescente?
¿Cómo hacer del propio barco la navegación sin perder el rumbo?
Del rumbo hacia lo alto el propio barco?
Quien haya
leído la obra de Aráoz desde el comienzo, pasando por sus turbulentas páginas
advierte el cambio, sabe asimismo qué reverberaciones resuenan en el pájaro que
ella nombra tzitzá, cómo sigue ardiendo el corazón, cómo asimismo se ha
dulcificado el caudal que clama por hacer, ya en sus últimos libros, del
silencio una corona:
El canto del gallo
El mundo para mí es decirlo:
El
gallo ha cantado
Dónde estaré yo una vez dicho
Dónde estará el gallo.
Nunca seré yo una vez dicho
Nunca será el gallo
[1]
Este proyecto de edición de la obra completa de la autora fue llevado a cabo
por EDUNT (Editorial de la Universidad Nacional de Tucumán), 2019, Tucumán, con
Prólogo de Sofía de la Vega y Ezequiel Nacusse y Epílogo a cargo de Osvaldo
Aguirre.
[2]
Además de las mencionadas y en orden cronológico: Ciudades (1981), Mikrokosmos
(1985), Los intersticiales (1986), Ría (1988), Viaje de Invierno (1990), Las
historias de Ría (1993), Balada para
Román Schechaj (1997), La comunidad.
Cuadernos de navegación (2006), Echazón
y otros poemas (2008), Pero es la
piedra (2009), Agüita (2010), Notas, bocetos y fotogramas (2011), Bajo torrentes de fresas (traducciones de María Tsvjetaieva y Anna
Ajmátova - 2012), Haré del silencio mi
corona (2013), Al final del muelle (2016),
Todo estaba diseñado para que el caballo
rozase apenas la montaña con su cola (2018), Otras lenguas (2019).
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