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lunes, 27 de enero de 2020

Daniel Vera: A qué se llama correr




A qué se llama correr, el último libro de Daniel Vera, lleva como subtítulo Ensayos en prosa y verso, lo que adelanta dos cosas: la presencia de ambos géneros literarios y la puntual atención a los matices significativos -no unívocos- de lo literal. En efecto, si la palabra “ensayos” hace referencia tanto al género de escritura como a los intentos por hacer algo, la especificación “en prosa y verso” sugiere que se intentará la prosa reflexiva y la poesía, pero también que lo que es propio del ensayo como género, esto es, el desarrollo de una reflexión personal interpretativa y valorativa, también lo encontraremos en su poesía. Ambas posibilidades se actualizan en este libro y lo que a primera vista calificaríamos como “equívoco” parece ser más bien exploración de las posibilidades mismas del lenguaje, medio a través del cual se avanza exponiendo, pero también proponiendo asombradas y asombrosas respuestas al interrogante de qué significa correr.
Hay cuatro secciones: la primera y la tercera en prosa; la segunda y cuarta son conjuntos de poemas. La simetría está por todos lados. No solo en la organización del material, sino también en la minuciosa numeración de las partes en prosa y en el empleo de las formas poéticas: una corona de sonetos para la tercera parte y los 49 tankas con que se cierra el libro.
El que avisa no traiciona: vamos a leer ensayos en prosa y verso. Asumidas las reglas, se crea un tipo de juego en el que Vera se desempeña con maestría grave y jovial al mismo tiempo, al menos en las tres primeras secciones. En la última, no son la gravedad o la jovialidad los atributos que nos permitan aproximarnos a él y tras lo cual aparece traslucida la figura del autor (incluso aunque cierto pudor frente a lo autobiográfico lo lleve a contar la historia de fondo a través de tres voces distintas, que nunca es la de la primera persona). No, los tankas alcanzan una impersonalidad y autonomía propia del objeto estético. Podrían ellos solos constituir un volumen por separado. Puestos al final, sin el lazo explícito que une entre sí cada una de las otras tres secciones, podríamos pensar que es la parte más lúcida y bella, el producto decantado de una experiencia de vida y también una experiencia de la forma. En efecto, a diferencia de las composiciones de la corona de sonetos, no hay razonamiento. Desaparece prácticamente el juego de palabras, y la poesía se abre a otro juego de mayor poder sugestivo. Las treinta y una sílabas de esta forma poética son un límite y una posibilidad (así como en las secciones en prosa lo fue el menisco roto para la vida del “Profesor”, cuyas notas ordena Hilario Sombra y en conjunto nos ofrece el “narrador”). La conciencia de ello se expresa en el Nº 45:

Otra materia
aparte de la forma
no ha visto nunca
nadie y mucho menos
en pequeñas canciones.

La brevedad es el rasgo específico externo del tanka; la síntesis el interno. En la poesía tradicional japonesa esa síntesis se lograba a partir del tercer verso, llamado “pivote”, que asociaba los primeros versos con los dos últimos.  Vera no sigue esta regla sino que compone cada uno de ellos como una especie de totalidad sin partes (no hay signos de puntuación, ni se requieren, pues -salvo en el nº 23- no hay más que una sola oración), que a veces expresa una sentencia: “Una manzana / fue cierta vez imagen / de la belleza / como lo pueden ser / la ciencia y el pecado” y en ocasiones describe una situación o un rasgo del paisaje, cuyo significado tiene una derivación simbólica: “briznas de hierba / repiten la canción / de sol y lluvia / que con tenues susurros / se dirige al silencio.
El tanka de inicio y el final apelan al infinito cielo nocturno: son los puntos extremos de un arco de sombra, silencio y vastedad iluminado por la breve e intensa chispa del poema.



miércoles, 6 de enero de 2016

A partir de un poema de Santiago Sylvester



Para la “poesía del pensamiento” (empleo a propósito la denominación que entre otros ha usado  Santiago Sylvester), la belleza es un concepto no desfondado. Un dato de la realidad. Me refiero a que si bien en esta tesitura poética mucho viene examinado, no obstante, hay un límite y la rosa sigue siendo sin por qué; la belleza está dispersa o cambia de lugar, como en este poema:

Naranjas

La belleza cambia continuamente de lugar: en esto reside el
    secreto de las naranjas, que concentran toda la
    luz dispersa de la cocina,
y el de la luz que reposa en las naranjas,
donde por fin tiene algo que decir.

En esto reside el pronombre personal que soy sin darme
   cuenta,
porque soy el que junta todo de un vistazo:
   manía de ver lo que está allí, de querer verlo,
   espiando unas naranjas para entender la belleza
 de una tarde que, cuando esto ocurre, ya
 no existe.

En esto reside el secreto
para entender lo que (por ejemplo, naranjas)
   no se queda quieto dentro de uno.

El poema integra el libro Escenarios (Verbum, Madrid, 1993), título que ancla, como mucha de la imaginación poética del autor, en el espacio. Esta situación de su poesía es la que me llama la atención, como si fuera realmente el caso que se interroga en el conjunto de los poemas.  Claramente el escenario convoca otros significados, entre los que destaca es desdoblamiento. Tópico barroco por antonomasia, se abre (y la poesía así lo confirma) a la postulación de la incertidumbre, al de la distancia del observador y a la interrogación cautelosa y a tientas del yo, preocupado por el tiempo.
Todos estos elementos están concentrados en el poema transcripto, que en la mitad del libro (en el centro del escenario) apunta de manera oblicua y como quien no quiere la cosa, los límites del escepticismo.
Reviso otros poemas y advierto cierta familiaridad con Girri, Giannuzzi, (más débil, Vallejo), un aire de familia, una búsqueda emprendida con herramientas lingüísticas que se ordenan en esta tradición de la poesía. Por eso, la belleza de las naranjas se da en el ámbito coloquial de la cocina y hay un ojo que espía y una dicción distendida, que encuentra en lo prosaico una vía de no falsificación retórica.
Leo algunos ensayos de Sylvester sobre la poesía y encuentro varias referencias a Macedonio Fernández. Reviso y sí, también se lo oye. Ni que decir que un poco más allá (o más acá, no sé) está la intuición de Borges de que la belleza (como la felicidad) es frecuente… Así pues, se construye una poética, pienso, con sus propias notas de identidad. Porque, en efecto, estas no son las naranjas ni la cocina de Giannuzzi. Si lo fueran, quizás las naranjas estarían en proceso de putrefacción, en el ápice de una belleza a punto de desplomarse irremediablemente en el vacío. Y la cocina sería el ámbito de resonancia de utensilios que libran una guerra atronadora, pero inaudible para los oídos habituados a la música destemplada de la modernidad. Por eso, en la poesía de Giannuzzi hay ritmo, porque hay tiempo; mientras que aquí predomina el espacio, y el tiempo se ha detenido casi por completo. Digo esto para ejemplificar cómo se abre paso lo propio en la poesía de Sylvester y cómo también hay artificio, la construcción de un objeto poético coherente (selección, trabajo, etc.)
La poesía del pensamiento no constituye un estilo (por decirlo de algún modo) reivindicado como tendencia de la poesía argentina de los 90 o de la primera década del nuevo siglo. Si Giannuzzi ha encontrado un casillero, ha sido dentro del objetivismo. Sin embargo, la veta reflexiva de su poesía es una de las más llamativas. Tampoco es que hayan escaseado otras manifestaciones  de este tipo, quiero decir, una exploración poética de la realidad que metaboliza y decanta en clave metafórica la interrogación por el lenguaje y el sujeto propia de la filosofía; que se vale de los conceptos y de la retórica asentada en lo conceptual para horadar a los unos y a la otra.

Creo que si se prestara atención a esta veta, podríamos no solo enriquecer nuestra comprensión de las tensiones formativas de la poesía argentina, sino nuestra propia experiencia de la realidad, que inevitablemente se hace también con las palabras.