A qué se llama correr, el último libro de Daniel Vera, lleva como
subtítulo Ensayos en prosa y verso, lo que adelanta dos cosas: la
presencia de ambos géneros literarios y la puntual atención a los matices
significativos -no unívocos- de lo literal. En efecto, si la palabra “ensayos”
hace referencia tanto al género de escritura como a los intentos por hacer
algo, la especificación “en prosa y verso” sugiere que se intentará la prosa
reflexiva y la poesía, pero también que lo que es propio del ensayo como
género, esto es, el desarrollo de una reflexión personal interpretativa y
valorativa, también lo encontraremos en su poesía. Ambas posibilidades se actualizan
en este libro y lo que a primera vista calificaríamos como “equívoco” parece
ser más bien exploración de las posibilidades mismas del lenguaje, medio a
través del cual se avanza exponiendo, pero también proponiendo asombradas y
asombrosas respuestas al interrogante de qué significa correr.
Hay cuatro secciones: la primera y la tercera en prosa; la segunda y cuarta
son conjuntos de poemas. La simetría está por todos lados. No solo en la
organización del material, sino también en la minuciosa numeración de las
partes en prosa y en el empleo de las formas poéticas: una corona de sonetos para
la tercera parte y los 49 tankas con que se cierra el libro.
El que avisa no traiciona: vamos a leer ensayos en prosa y verso. Asumidas
las reglas, se crea un tipo de juego en el que Vera se desempeña con maestría
grave y jovial al mismo tiempo, al menos en las tres primeras secciones. En la
última, no son la gravedad o la jovialidad los atributos que nos permitan
aproximarnos a él y tras lo cual aparece traslucida la figura del autor
(incluso aunque cierto pudor frente a lo autobiográfico lo lleve a contar la
historia de fondo a través de tres voces distintas, que nunca es la de la
primera persona). No, los tankas alcanzan una impersonalidad y autonomía propia
del objeto estético. Podrían ellos solos constituir un volumen por separado.
Puestos al final, sin el lazo explícito que une entre sí cada una de las otras
tres secciones, podríamos pensar que es la parte más lúcida y bella, el
producto decantado de una experiencia de vida y también una experiencia de la
forma. En efecto, a diferencia de las composiciones de la corona de sonetos, no
hay razonamiento. Desaparece prácticamente el juego de palabras, y la poesía se
abre a otro juego de mayor poder sugestivo. Las treinta y una sílabas de esta
forma poética son un límite y una posibilidad (así como en las secciones en
prosa lo fue el menisco roto para la vida del “Profesor”, cuyas notas ordena
Hilario Sombra y en conjunto nos ofrece el “narrador”). La conciencia de ello se
expresa en el Nº 45:
Otra materia
aparte de la forma
no ha visto nunca
nadie y mucho menos
en pequeñas canciones.
La brevedad es el rasgo
específico externo del tanka; la síntesis el interno. En la poesía tradicional
japonesa esa síntesis se lograba a partir del tercer verso, llamado “pivote”,
que asociaba los primeros versos con los dos últimos. Vera no sigue esta regla sino que compone cada
uno de ellos como una especie de totalidad sin partes (no hay signos de
puntuación, ni se requieren, pues -salvo en el nº 23- no hay más que una sola
oración), que a veces expresa una sentencia: “Una manzana / fue cierta vez
imagen / de la belleza / como lo pueden ser / la ciencia y el pecado” y en
ocasiones describe una situación o un rasgo del paisaje, cuyo significado tiene
una derivación simbólica: “briznas de hierba / repiten la canción / de sol y
lluvia / que con tenues susurros / se dirige al silencio.”
El tanka de inicio y el
final apelan al infinito cielo nocturno: son los puntos extremos de un arco de
sombra, silencio y vastedad iluminado por la breve e intensa chispa del poema.
Cuánto se aprende con Elisa Molina. Conocí a un escritor y comprendí el sabio disfrute de la autora
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