Atilio Arocas es un nombre
de fantasía para un crítico italiano a quien conocí hace muchos
años. En una de sus visitas a Córdoba, invitado por la sede local del Instituto
Italiano de Cultura vino a cenar a casa. En ese entonces, mi casa era el
producto de una serie de agregados poco planificados, según las necesidades de
sus distintos y antiguos dueños. Nosotros, que al comprarla nos quedamos
endeudados por un plazo de diez años, siempre en la misma línea de la escasa
planificación, no tuvimos resto más que para otro pequeño conjunto de reformas
que nos permitieran habitarla con mínima comodidad. Entre ellas, transformamos
un quincho en habitación, a donde mudamos los libros y la cama. El quincho
tenía un asador; la nueva "habitación", la más espaciosa y linda de la casa,
constaba de gran mampara, biblioteca, cama y… asador que cumplió muchas veces
las funciones de hogar “en altura”, única fuente de calefacción en toda la
helada casa.
La visita de Atilio
fue en junio y hacía un frío letal. Obviamente quería comer asado argentino, así
que preparamos la mesa en la nueva habitación: digamos que la convertimos en
loft. Creo que lo desconcertamos. Pero también él me desconcertó a mí. En la
conversación que mantenía en italiano con mi marido y con un amigo, yo no
participaba activamente dado que no domino esa lengua, pero, en determinado
momento, por amabilidad, me preguntó a qué me dedicaba. Acababa de salir un
libro mío y se lo mostré. Yo creo que Atilio lee con dificultad en español, así
que no sé si comprendía bien. Lo hojeó, se demoró un rato en eso y al final me
miró y con su voz algo rasposa emitió un juicio al que le he dado muchas
vueltas. Me dijo: “Escribes con la lengua de tu padre”.
Me impactó quizás
porque mi padre acababa de morir. Si bien ninguno de los textos del libro hacía
referencia a ello ni a él, me gustó imaginar que algo de su vigor se habría
filtrado en la escritura. Más tarde pensé que, en realidad, lo que había dicho
era una frase de ocasión; que quizás había entendido equivocadamente uno de los
textos en clave autobiográfica como referido a mi padre y, puesto que la cortesía exige
decir algo, largó esa frase. Con el tiempo, se me ocurrió que podría haber
sugerido una impostación de mi escritura y que, por lo tanto, el comentario era
menos un halago de ocasión que una crítica velada. Nunca sabremos qué quiso decir. No le
pedí precisiones en su momento, porque inmediatamente me preguntó cuál era la
profesión de mi padre: le conté que no tenía una profesión, sino que había
realizado muchos trabajos para vivir y que disfrutaba enormemente de inventar
cosas como telescopios, pulidoras, casillas rodantes, y también de ciertas
lectura a las que siempre volvía: Herodoto, Aristófanes y, curiosamente, Alexis
Carrel.
La frase de Atilio
Arocas ha proseguido su lento y minucioso trabajo: el texto múltiple que voy inventado
no tiene nada de la lengua de mi padre, ni constituye homenaje alguno, pero sí
ronda la intuición de que son múltiples las voces que resuenan en nosotros y
que modulamos como si fueran propias, y que esas voces generan mundos diversos
en los que podemos perdernos y también, en ocasiones, encontrarnos. Un hombre o
una mujer cualquiera, en su vida más cotidiana, es una pluralidad de
identidades fluidas: puede vender bulones y paladear la descripción de los
jinetes escitas, por ejemplo, hasta sentir el fragor de los cascos y el frío de
la estepa.
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