“Estoy desnuda bajo la bata”
Se ha destacado que
la escritura de Samanta Schweblin genera en el lector un estado de inquietud
particular. Es así. La experiencia de la lectura de Siete casas vacías, lo ratifica. El libro, premiado en 2015
incorpora el primer cuento que leí de la autora, en internet, hace unos tres
años y con el que probé el sabor de su narrativa: “Un hombre sin suerte”, también distinguido previamente con el Premio
Internacional de Cuento Juan Rulfo (2012).
No es sencillo
especificar qué veta original cava la autora, pero se advierte casi
inmediatamente. Para empezar el tiempo de la narración te instala desde el comienzo
“in media res”. Lo que leemos (al menos en cinco de los siete cuentos) está
sucediendo, el narrador protagonista es tan espectador como el lector, no sabe
cómo va a terminar eso que pasa y no lo comprende del todo. Hay algo que no
encaja. Por ejemplo, Javier, en “Mis padres y mis hijos”, está sumamente incómodo,
porque sus padres juegan desnudos con una manguera, tras los ventanales de la
casa de vacaciones que alquiló su ex mujer con su nueva pareja. La narración
progresa, pero siempre está ese doble registro, ese doble plano, y no coincide
lo que sucede y lo que debería suceder y, por supuesto, tampoco coincide lo de
fuera con lo de dentro, es decir, lo que pasa con lo que se piensa y siente
respecto de ello. Hay un desplazamiento leve de los hechos que genera algo
extra-ordinario. Extra-ordinario pero no sobrenatural. Esa es exactamente la
veta: poner en evidencia el desajuste que por ahí se produce en la realidad. Es
una cuestión de ritmo, eso primario, elemental que aparece asociado a otra elementariedad que son los vínculos: padres/hijos; esposo/esposa, suegra/nuera que de pronto
se desnaturalizan, se vuelven extraños y distantes, permitiendo que el
personaje (y el lector) difiera de lo que sucede, tome una mínima distancia que
pone en cuestión lo dado.
La incomodidad, esa sensación de no caber en
el molde, de no estar donde se debe estar ni como se debe estar, es el inicio
de los relatos. Es una incomodidad que se ubica en la zona en que lo individual
se solapa con lo social, con sus significados y lógicas irrefutables. Por eso
la metáfora de la desnudez aparece una y otra vez: personajes desnudos si están
locos, o desnudos bajo la bata si no lo están del todo. No es casual que esas
lógicas sean transgredidas en estos relatos por niños o dementes ajenos a la
pauta social, o por un impuldo inexplicable. El lector teme lo mismo que
oscuramente el personaje: que la transgresión tenga sus consecuencias imprevisibles,
que la normalidad se desbarate, que sobrevenga algo trágico. Pero eso no sucede.
Schweblin nos mete de lleno, pero también se detiene en seco, de modo que la
efectividad del relato está en la tensión entre la sorpresa inicial -ese
desarreglo inquietante- y un final abierto. No sabemos exactamente qué pasará
después de que la narradora ponga el último punto, aunque quizás sí, pero preferiríamos
ignorarlo.
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